“Mira qué mesa. Merece una foto, ¿no te parece?” Ana me hace un gesto para que observe el grupo que cena animadamente. Es el final de una tarde de encuentro caravanero. Parece una escena bíblica.
Decía el profeta Isaías que “Dios preparará un banquete para todos los pueblos”, y “enjugará las lágrimas de todos los rostros” (Is 25,6-8). Jesús comparaba el reino de Dios a “un hombre que daba un gran banquete y convidó a mucha gente” (Lc 14,16); y recomendaba no invitar a parientes, amigos o vecinos ricos, sino a aquellos “que no pueden corresponderte”, porque ahí está la verdadera alegría. Al final de su vida, Jesús mismo quiso que se le recordara en una cena, repartiendo vino y pan. Nada puede expresar mejor el misterio de Dios.
Creo que Ana ve algo de estas imágenes reflejadas en la cena de hoy. La gente come, charla, ríe, o echa un vistazo al partido de fútbol en la tele del fondo. No deja de sorprender que personas tan dispares se junten a cenar. La mesa común crea lazos, hace que dejemos de ser extraños, nos susurra al oído que no estamos desamparados. Es una de las mejores curas para lo que llaman técnicamente el “eje relacional de la exclusión”, esa epidemia de soledad que, unida a la pobreza y a las heridas de la vida, va secando las fuentes de la alegría y de la confianza en el corazón de tanta gente.
Es hermosa la tarea de preparar mesas así. Hasta que lleguemos al gran banquete, en el que haya sitio para todos; la gran fiesta, en la que se aplaquen todas las penas.
Javier Álvarez-Ossorio