Buscábamos un título llamativo para la sesión caravanera de formación, que trataría sobre relaciones, soledad, resolución de conflictos, y cosas así. Uno de los títulos sugeridos fue: “No me dejes solo… ¡Déjame en paz!”
Curiosa contradicción, que nos acompaña como el ritmo -inspirar, espirar- de la respiración. Nos da pánico quedarnos solos, y llegamos a hacer muchas tonterías para evitarlo. Pero, al mismo tiempo, los demás nos estorban, nos hieren, nos amenazan, y a menudo queremos deshacernos de ellos.
Dicen que la soledad será, es ya, la gran pandemia del siglo XXI. Se han diluido las redes tradicionales de apoyo que amparaban al individuo (familia, clan, religión, valores normativos…), y ha vencido el espejismo del deseo: todo lo que me apetece se vuelve un derecho exigible, cualquier estorbo o límite se considera un agravio. Victoria sin paliativos del liberalismo galopante. Los negociantes se frotan las manos. Resultado: la persona se queda sola, cargando con el peso más insoportable, que es ella misma, con la exigencia imposible de tener que ser “feliz” a toda costa (sin saber en realidad qué es eso de la “felicidad”), e incapaz de hacerse cargo de la vida de otros.
¿Cómo hacer para recrear alianzas entre las personas, alianzas fuertes, que duren, que aguanten frustraciones y desiertos, que resistan conflictos, que sepan aguardar frutos que maduran a largo plazo? ¿Cómo avivar el gusto del caminar juntos, de engarzar la propia vida a la de otros, de tomarse de los brazos y avanzar? Eso pretende, entre otras cosas, Caravana.
Dicen también que no se puede aliviar la soledad no deseada, si no se aprende a convivir con la soledad inevitable y necesaria que todo ser humano encierra en sí. Esa soledad parece una patata caliente, de la que intentamos frenéticamente liberarnos en cuanto cae en nuestras manos. La industria del entretenimiento nos incita a eludir todos los momentos de silencio e introspección que se nos puedan presentar. Música, móvil, series, juegos, pelis, ruido… Todo, menos quedarme a solas conmigo mismo.
¿Cómo conducir hacia ese santuario interior, en el que estamos inevitablemente solos, para descansar allí y convertirlo en lugar de encuentro? Encuentro con uno mismo. Encuentro, en definitiva, con Dios, que habla como el susurro de una brisa suave. Silencio que hace posible la escucha. ¿Quién nos dará herramientas para entrar en esa oscuridad luminosa, en esa soledad sonora? Soledad fecunda, promesa de paz, motor de comunión.
Javier Álvarez-Ossorio